Por: Carolina Pinzón Paz
Fotos: Lucia Arín Pintos
Escalar, es sin duda una experiencia única para cada persona. Cada quien llega por tantos caminos diferentes, la vive de forma única e irrepetible, la vibra, la sufre y la trasciende o no, según su propio ser. Adicionalmente, cada salida al rocódromo, a la roca, en cada una de las modalidades, es tan distinta; no solo por la experiencia personal sino por quienes la acompañan.
No obstante, toma otras dimensiones cuando son tus hijos o hijas quienes viven esta experiencia, contigo o sin ti. Es como una parte de ti, ahí, sin ser tú, que se enfrenta a esos miedos, a la frustración, a la alegría, a la libertad (que tan bien conocemos) pero a través de los ojos de otro, de ese otro que como dije antes eres tú mismo, sin serlo.
Cuando Peppers, me pidió que escribiera sobre maternar y escalar, sabía que iba a ser tremendamente movilizador, y solo pude imaginarme este tarea como el reflejo de una vivencia personal, muy profunda que me conecta con la escalada, con la crianza de otro ser y con la vida misma. Es en este sentido que este artículo no pretende ser nada revelador o trascendental, son sólo las palabras de una madre que ha visto crecer a su hija en la libertad que te da este deporte que tantas emociones nos despierta.
Lo primero que debo decir es que, por más que conozcamos el equipo, estemos asegurando, dando spot, o guiando; hay un temor intrínseco que, en mi caso, aún no se quita o por lo menos 11 años después sigo sintiendo. En nuestra historia, Salomé aprendió a ponerse de pie apretando las presas del muro de escalada donde nació y vivió los 2 – 3 primeros años de su vida; y si bien, ya no quito la mirada para evitar transmitirle inseguridad y ahora soy quien está del otro lado de la cuerda dando belay, se sigue sintiendo ese vacío en el estómago.
Todos tenemos muy claro que el miedo es un elemento fundamental que muta al escalar, pero cuando lo compartes con tus hijos e hijas toma un nivel adicional. La vivencia de la niñez con el miedo a través de la escalada, es absolutamente reveladora, o por lo menos para mi lo fue.
Para los seres humanos, sobre todo cuando estamos más pequeños, treparse es un movimiento instintivo, no hay miedo al golpe, a la lesión o a la muerte. Ver a un niño de dos años subirse a un muro, una roca o un árbol es ver a la naturaleza, al instinto animal en su máxima expresión. Vamos creciendo y con el tiempo, el miedo aparece; en general, cuando somos adultos ya piramos, estamos envueltos en una nube de inseguridades.
Pero quienes crecen escalando, empiezan a vivenciarlo de una forma absolutamente envidiable. Desde muy niños aprenden que el miedo no se va, es parte de ti, que a veces capaz te paraliza, pero que todo se supera, incluso el miedo que juraste nunca poder vencer. Porque si caes, ya está, todo está bien, respiras, te levantas, te sacudes y sigues. Y esto es una herramienta, no solo para escalar, sino para la vida misma.
Para muchos de nosotros, entender esto lleva años de terapia, de roca, de idas y venidas. Pero crecer en la escalada te da una ventaja frente a cómo vives, convives y aceptas tus miedos e inseguridades. Y quienes tenemos el privilegio de acompañarles en este aprendizaje, inevitablemente recibimos nuestra dosis de crecimiento personal y espiritual.
En mi caso, que no he sido ni la más consistente, mucho menos persistente, he ido y venido de la escalada tantas veces que ya perdí la cuenta; escalar con Salomé ha sido la chapada que le faltaba a mi encadene. A través de su vivencia con el deporte (que también ha sido de idas y venidas, amores y desamores) he aprendido más sobre mis límites mentales, mis miedos y mis inseguridades que lo que había entendido a lo largo de toda mi vida.
Esto ha sido especialmente en los últimos años, porque justamente han sido los tiempos en los que el miedo lo he visto transformarse y crecer de manera no tóxica en ella. Evidencio cada día como el reto consigo misma la ha llevado a cuestionarse, a preguntarse, a frustrarse, pero después vencer esas barreras mentales y seguir. Y cuando digo seguir, no es solo a intentar una ruta, es incluso a cuestionarse si escalar es lo que quiere hacer. No es solo el miedo a caerse, es el miedo a muchas cosas, a no poder, a no ser suficiente, a que algo te venza siendo superior a ti. Y maternar para una escaladora implica ver la frustración en sus ojos, en sus pensamientos, esa misma frustración que sentimos todes, por una ruta, por un encadenamiento, por un pie mal puesto o por un movimiento que no sale. Por sentir que no podemos, que no somos capaces.
Y ahí viene el segundo elemento que quiero rescatar de esta vivencia y es la libertad, el regalo más grande que nos da escalar. Y no solo la libertad de irte a la roca, de sentirse despojado de las presiones externas e internas, del tráfico, etc. Es el sentirse realmente libre, incluso de decir “no quiero seguir escalando”. Están creciendo frente a la decisión de avanzar o no en una ruta, sabiendo que ello depende de sí mismos y no de alguien más; esto es algo realmente poderoso.
Obvio, uno está del otro lado, haciendo fuerza para que no se bajen, a veces incluso, hablando de más. Me he visto en varias ocasiones diciéndole, “tú puedes”, “no te bajes”, “esa la sacas fácil”. Error, porque nadie me preguntó, es su experiencia y es su decisión seguir o no. Nuestro rol, es darle la seguridad de que estamos ahí, para que se sientan realmente libres, sin presiones, que vivan la escalada desde la libertad de decidir. No es vivir a través de ellos, es vivir con ellos, acompañar este momento tan importante.
Asegurarles que el grigri está bien puesto, que el crashpad no se va a mover, pero sobre todo que nadie les va a juzgar; que es un momento con ellos mismos, ellos y la roca, o la ruta, o la cuerda o el top. Ellos y nadie más. Crecer así sin duda, te da un superpoder para el resto de la vida.
Por último, debo rescatar que vivimos tiempos complejos, atravesamos una pandemia, criamos en años de encerramiento, algo en esta generación pudo haberse roto y no lo entendemos aún al 100%, a duras penas estamos entendiendo que nos ha pasado a los adultos. Es por esto que creo, porque además lo veo cada día, que este deporte nos está permitiendo retomar cosas que se perdieron para ellos y para nosotros durante casi dos años, especialmente cruciales para su formación como seres humanos. Pero también para nosotros, para los adultos que les acompañamos. Ir a la roca, vivir a pleno el contacto con la naturaleza, la tierra, el aire, las plantas; nos permite darle vida a algo que se nos prohibió.
Nos quisieron sacar a la fuerza la libertad, la decisión incluso de respirar. Pero aun peor, no quisieron cercenar el contacto con los demás, el vínculo, la vida en comunidad. Que es para mi el tercer elemento trascendental de la escalada, somos familia. Es imposible escalar si no confias en tu gente, en quienes están ahí para ti, y poder volver a la roca, al muro, al rocódromo, para grandes y pequeños nos permitió resistir.
Y para ellos, que tuvieron que dejar sus escuelas, a sus amigos, las idas al parque, la visita a los abuelos los domingos; encontrar ese vínculo tan fuerte con tus compas de escalada, la confianza en el otro, que no te va dejar caer, que está ahí para ti, es la mejor forma de minimizar el daño que la pandemia misma ya nos dejó. Crecer en la escalada es eso también, es crear vínculos, encontrando hermanos y hermanas de la vida. Le estás confiando tu seguridad a otro, y como dicen en este país “no es changa”. Eso es otro regalo para la vida, para como vives y trasciendes tus vínculos con los demás, como dije antes: te hace crecer con superpoderes.
Salomé decía que escalar era como volar, un reto contigo misma en la inmensidad del cielo. Eso sin duda para mi es crecer del lado soleado de la vida. Espero que la vida nos permita seguir compartiendo esto por muchos años más, y si no, si esta no es la vida que escoge, le agradezco al universo haberle podido regalar a ella y a mí misma esta experiencia que nos ha marcado para el resto de nuestros años en este plano existencial.